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Dos torres, dos rostros de un mismo templo. Se enfrentan como dos narradores silenciosos del pasado, que en lugar de palabras se expresan con formas, luz y la pátina del tiempo. Sus cúpulas de cobre, teñidas de un verde intenso por la oxidación, brillan en contraste con la piedra clara de las fachadas, y parecen coronas otorgadas por la ciudad que las ha nombrado guardianas eternas.
Las líneas arquitectónicas son precisas, elegantes, y al mismo tiempo suaves en sus detalles —cornisas, columnas, nichos y balaustradas se entrelazan en una armonía que celebra el oficio y la dignidad. Cada piedra, cada sombra tiene su lugar. La luz se desliza sobre la superficie del edificio como un pincel que sabe exactamente lo que quiere decir —ilumina solo lo que debe ser dicho, dejando el resto en silencio.
La composición es estrecha, vertical —como un recorte de la mirada que no busca el todo, sino la relación. La relación entre las dos torres, entre el cobre envejecido y la fría piedra, entre la cima y la base. Al fondo se perfila la masa oscura del muro del castillo, que enmarca este dúo pétreo como un telón de fondo silencioso.
La imagen transmite calma, casi una sensación meditativa. Hay en ella concentración, pero sin tensión. Reverencia por el pasado, pero también alegría por la belleza que se puede descubrir en una simple mirada hacia arriba. Es poesía visual sobre una arquitectura que no busca el efecto inmediato, sino la permanencia. Sobre una forma que ha sobrevivido siglos, y que aún tiene algo que decir —en un susurro de luz sobre la piedra.