Los limones
Óyeme, los poetas laureados
se mueven solamente entre las plantas
de nombres poco usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos
casi secos acechan los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan ente el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.
Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga devorada por el cielo:
más nítido se escucha el susurrar
de las ramas amigas al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse del suelo
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí, de las pasiones apartadas
por milagro calla la guerra,
aquí también a los pobres nos toca nuestra parte
de riqueza
y es el olor de los limones.
Mira, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen muy próximas
a traicionar su último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.
La mirada sondea a su alrededor,
la mente indaga, concuerda, desune
en el perfume que se propaga
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada Divinidad.
Mas desfallece la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos, en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se torna avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado,
entre los árboles de un patio
se nos aparece el amarillo de los limones,
y se deshiela el corazón
y retumban en nuestro pecho
sus canciones
las trompas de oro del esplendor solar.
Eugenio Montale