Desde que tengo memoria recuerdo aquellos músicos ambulantes gitanos que iban recorriendo los barrios de Madrid con una trompeta y un tambor o una pandereta, con la que le marcaban el compás a una pequeña cabra amaestrada, que se subía en un trípode de madera rematado con un taco muy pequeño en el que el animalito apoyaba sus cuatro patas. Era el circo en la acera y a los críos nos dejaba extasiados.
Hoy, medio siglo más tarde, la cabra ha desaparecido y el tambor ha dejado paso a un órgano eléctrico, pero la esencia es la misma.