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Sólo los pescadores pueden sentir la emoción de mirar fijamente durante horas un pedazo de corcho que siempre está a punto de hundirse delatando el comienzo del lance, de la lucha.
Y en función de la manera en la que se hunde, de la velocidad a la que lo hace y de la contundencia y recorrido, el pescadores saben la variedad y el tamaño de la captura.
El pescador tensa el hilo con la mirada fija en el drama que se desarrolla bajo el agua; el pez, prendido por el anzuelo que le mostraba el engaño, trata de librarse de él sin fortuna. Intentará ir al fondo, ocultarse entre el ramaje sumergido, encajarse entre las piedras, cortar el hilo y en esa lucha perderá su fuerza y, finalmente, asomará boqueando fuera del agua.
El buen pescador lo manejará con suavidad y un punto de admiración ante la bravura del animal, le quitará el anzuelo tratando de no causarle heridas y luego lo devolverá al agua suavemente, rogando que la batalla no haya mermado la fortaleza de su contrincante y éste pueda recuperarse totalmente.
Pido disculpas a quienes, con pleno derecho, este relato les pueda resultar desagradable.