Ayer sábado hacía un calor importante en Madrid, pero pasear por el Parque del Capricho era la mar de agradable por su césped impecable, y sus sombras frondosas.
Me encontraba yo en la gloria, echado de espaldas en la hierba, mirando las copas de los árboles y, de repente, al volver la cabeza, un registro de riego pinchó el globo de mi felicidad: al fin y al cabo toda aquella belleza, toda aquella naturaleza, no era más que el resultado de un cuidado plan de ajardinamiento que necesitaba agua, abonos, atentos jardineros y expertos ingenieros agrícolas.
¡Es que nunca termino de madurar!