Dijo _ Luis Rojas Marcos _(Psiquiatra español)
"El estar conectado nos prolonga la vida y no solamente añade años a la vida, sino vida a los años".
_No esta mal hacerle caso, no?_
Dentro de unos años, alguien pasará las hojas de nuestro álbum.
y pensará en lo felices que fuimos, porque mirando fotos viejas siempre encontramos a las personas sonriendo.
En las fotografías, todos habitamos un pequeño paraíso, un mundo que puede ser en blanco y negro o en colores, un mundo real que a menudo parece perfecto.
Y cuando las miramos, revivimos los recuerdos, recordamos hasta las voces, sentimos los olores y hasta el clima vivido se nos devuelve en sensaciones.
En las fotografías el mundo se detiene y se hace perfecto.
Entonces: ¿Por qué no intentamos enfocar la vida como si fuera una perfecta fotografía? Una fotografía que en el futuro nos devolverá las emociones que seguramente en el presente, dejamos pasar por alto y observar en cada detalle.
today 26 de Octubre del 2007 | 20:11:09 - Leído
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Un sábado de noviembre de 1866 nace en Río del Tala,
Obispado del Tucumán, hoy Salta, en una pequeña estancia
llamada "La Candelaria", Dolores Candelaria Mora Vega,
luego conocida mundialmente como Lola Mora.
Sus padres residían en Trancas, Tucumán, y allí es bautizada,
siendo su padrino el Dr. Nicolás Avellaneda.
Las siestas de verano en Trancas -al norte de Tucumán- son
agobiantes. Sin embargo eran los momentos elegidos por la
niña Lola para dibujar y pintar los resecos paisajes de su
pueblo. Allí había nacido el 12 de abril de 1867 -Viernes de
Dolores-, en el seno de una próspera familia de estancieros,
y sería bautizada en la parroquia de San Joaquín como
Dolores Mora. Curioso nombre para esta mujer que se rebeló a
los convencionalismos de la sociedad en la que le tocó
vivir.
A su innata habilidad para dibujar, su primer maestro,
Santiago Falcucci, le incorporó técnicas de retratista. Las
primeras exposiciones de sus cuadros la enfrentaron con los
prejuicios de la época: ¿cómo una mujer quería dedicarse
profesionalmente al arte? En 1894 expuso una galería de 25
retratos de gobernadores tucumanos, de gran calidad.
Huérfana desde hacía diez años y siguiendo el consejo de su
maestro, viajó a Buenos Aires buscando mayores horizontes.
En 1896 ganó una de las becas con que el Estado argentino
premiaba a artistas promisorios para que se perfeccionaran
en Europa. Y allí fue con una carta de presentación de Dardo
Rocha y un equipaje lleno de ilusiones.
Ya en Roma se convirtió en la primera discípula del pintor
Francesco Paolo Michetti, quien descubriría su verdadera
vocación por la escultura. Apasionada por las formas y los
volúmenes del metal y el mármol, nunca más volvería a
pintar. De Constantino Barbella aprendería a trabajar el
bronce y las miniaturas, y de la mano del profesor Giulio
Monteverde descubriría los misterios del mármol. Adhirió al
estilo neoclásico, eligió los grandes monumentos y muy
pronto conoció el triunfo.
El embajador Enrique Moreno la contactó con familias de la
nobleza peninsular, para quienes esculpió muchas obras. Muy
pronto recibió elogios en las capitales europeas y ganó sus
primeros concursos internacionales: La Promotrice en Italia
y el primer premio de la Exposición Universal de París.
También ganó los concursos para los monumentos a la reina
Victoria en Melbourne (Australia) y para el zar Alejandro I
en San Petersburgo (Rusia), pero a ambos los rechazó ante la
exigencia de adoptar las ciudadanías británica y rusa,
condiciones inaceptables para su profunda argentinidad.
Con el dinero ganado, abandonó el piso alquilado en la Via
XX de Settembre y se construyó una magnífica casa y atelier
-con diseño propio- en un barrio aristocrático romano. El
villino de la Via Dogali N° 3 muy pronto se pobló de fiestas
y visitas ilustres, y fue el refugio de artistas argentinos
en Roma. Frecuentaba el Caffé Greco -reducto de la bohemia
romana de artistas e intelectuales- junto a sus amigos
Gabriele D'Annunzio, Paolo Tosti, Eleonora Duse y Guillermo
Marconi.
Pero en su tierra había quedado el recuerdo de aquella joven
pintora de retratos y poco se sabía de la exitosa escultora.
Entonces Lola Mora volvió a Buenos Aires en agosto de 1900
para ofrecer una fuente que decoraría la Plaza de Mayo. Casi
dos años trabajó en su atelier para concretar su obra más
famosa. La Fuente de las Nereidas viajó en el vapor Toscana
desde Génova, y a poco de su llegada a Buenos Aires despertó
debates, críticas y escándalos. La prensa local se hacía eco
de las polémicas que el atrevimiento de Lola Mora provocaba:
¿era ella realmente la autora de esa fuente?, ¿podía una
mujer ejercer la escultura, una rama del arte exclusiva para
varones?, ¿estaba en su sano juicio? Los audaces desnudos de
la fuente y la imposibilidad de emplazar "semejante
inmoralidad" frente a la Catedral, postergaron su
inauguración en el Paseo de Julio hasta el 21 de mayo de
1903.
A partir de entonces comenzaron a llegar los encargos
oficiales de nuevas obras, todas de temas patrióticos, para
asegurarse de que nunca más tuviera la libertad que había
mostrado en su desfachatada fuente. En setiembre de 1904
inauguró en Tucumán el Monumento a Juan Bautista Alberdi, la
estatua de la Libertad y dos bajorrelieves para la Casa de
la Independencia. Al año siguiente, instalando un atelier
provisorio en el edificio en obras del Congreso Nacional,
realizó las alegorías de la Paz, la Libertad, la Justicia,
el Trabajo, el Progreso y dos leones para la fachada (que
años después serían retiradas), las estatuas de Carlos María
de Alvear, Mariano Fragueiro, Facundo Zuviría y Francisco
Narciso de Laprida. También esculpió los bustos de Carlos
Pellegrini y de Luis Sáenz Peña. Cada vez que pudo escapar a
la censura oficial, Lola Mora produjo sus obras más
inspiradas: las alegorías sensuales y semidesnudas que
acompañan los monumentos de muchos próceres, su original
autorretrato, una figura de mujer surgiendo del mármol
virgen, los bustos de Martiniano González y del obispo
Reginaldo Toro, una delicada bailarina de bronce o su
magnífico tintero artístico.
De regreso a Roma, en 1906, conoció la consagración de su
fama cuando la reina Elena y la reina madre Margarita de
Saboya visitaron su atelier y la colmaron de elogios poco
habituales en Italia para un artista extranjero.
Trabajaba incansablemente, montada en caballetes, vestida
con amplios pantalones, delantales de telas rústicas y una
boina que apenas podía retener su indomable cabellera negra.
Al ritmo del golpe de cincel, entonaba coplas norteñas que
el polvo de mármol fusionaba con las canzonetas de sus
ayudantes napolitanos. Era menuda, delgada, de mirada
intensa y movimientos ágiles. Los vestidos de encajes,
puntillas y los sombreros que imponía la moda de 1900
realzaban sus modales refinados. Pero detrás de la
amabilidad de su trato se agazapaba un fuerte carácter,
nutrido de decisiones firmes, principios inclaudicables y
objetivos que defendía con pasión. La suya no fue una
rebeldía adolescente, ni su transgresión era la de una diva
en busca de promoción. Lola no aceptó el lugar que la
sociedad de su tiempo reservaba a las mujeres, cuya única
realización personal se limitaba al matrimonio y la
maternidad. Y pagó un alto precio por oponerse a esos
mandatos sociales.
El 9 de marzo de 1907 un atentado destruyó parcialmente su
monumento a Aristóbulo Del Valle, pocos días antes de su
inauguración. Desde entonces, dejó de recibir encargos
oficiales y debió aceptar trabajos menores, como la bóveda
de la familia López Lecube, las flores con ninfas para la
casa de los Paz Anchorena o el busto a la República. Por
primera vez perdió concursos, y ganó otros que no se
concretaron por falta de fondos. Le suspendieron el contrato
del Monumento a la Bandera para la ciudad de Rosario y los
fragmentos ya esculpidos por ella fueron dispersados.
Su casamiento en 1909 con Luis Hernández Otero -15 años
menor que ella- avivó las habladurías y el escándalo. Se
recluyó con su marido en Roma. Su último triunfo en la
escultura fue el 8 de junio de 1913, cuando inauguró el
Monumento a Nicolás Avellaneda en la ciudad homónima.
En 1917, la Gran Guerra, la muerte de su maestro Monteverde
y el fracaso de su matrimonio la devolvieron a su país,
donde con renovadas energías se abocó a diversos proyectos.
Asociada al inventor Domingo Ruggiano exploró la tecnología
de la incipiente cinematografía, creando un sistema que
permitía proyectar películas a plena luz del día. Pese a los
elogios que recibió, jamás conseguiría vender su invento.
Cuando en 1918 se decidió el traslado de la Fuente de las
Nereidas al Balneario Municipal, Lola dirigió personalmente
y hasta financió la mudanza de su obra. Para esta época,
varias de sus esculturas dormían en el olvido de galpones
municipales. También incursionó en el urbanismo, diseñando
un túnel entre el Paseo Colón y el balneario, por debajo de
los diques. Pero una vez más, la talentosa artista resultó
ser una inexperta empresaria y sus planes no se
concretaron.
Viajó a Salta y adquirió tierras para experimentar la
minería y la búsqueda de petróleo. En 1924 fue convocada por
el gobernador jujeño Benjamín Villafañe, quien había
adquirido sus alegorías retiradas del Congreso Nacional. Le
encargó a Lola que las emplazara en San Salvador de Jujuy,
para lo cual la nombró "Escultor encargado de parques,
jardines y paseos". También allí proyectó ambiciosos planes
urbanísticos, que la falta de fondos impidieron realizar. De
regreso a Salta retomó su sueño minero, pero sólo consiguió
perder su fortuna y sus últimas fuerzas.
Empobrecida, volvió a Buenos Aires en 1934, para vivir en la
casa que sus sobrinas Sara, Hilda y María Dolores Rücker
Mora tenían en la Av. Santa Fe 3026. Allí supo del calor
familiar y del sosiego confortable; recibió visitas de
personalidades del arte y la política y desde allí emprendía
paseos en soledad, que solían terminar en la contemplación
de su fuente. Víctima de un derrame cerebral que la dejó
hemipléjica, recibió la asistencia esmerada del Dr. Axel
Bunzow. Nunca llegó a cobrar una pensión gestionada por el
diputado Enrique Santillán.
La crónica histórica dice que un nuevo accidente
cerebro-vascular apagó el brillo de sus ojos a las 13.33 del
domingo 7 de junio de 1936. Pero Lola Mora nunca morirá,
porque vive en la belleza de sus obras, en cada calle, plaza
o escuela que llevan su nombre, en el recuerdo de su vida de
mujer pionera que desafió al machismo más recalcitrante sin
doblegarse jamás, y en cada curva sensual de su atrevida
Fuente de las Nereidas.
En noviembre de 1997, ante el pedido de reconocimiento a
nivel nacional presentado por la diputada y profesora
Fanny Ceballos de Marín ante el Congreso de la Nación,
el alto cuerpo dispuso la institución del 17 de noviembre,
día del nacimiento de Lola Mora, como "Día Nacional del Escultor".