La imagen captura un paisaje dramático de un acantilado costero, donde la crudeza de las rocas contrasta con la infinita fuerza del mar. En primer plano, dominan las rocas calizas claras, cuya textura revela grietas y desigualdades naturales. Entre estas rocas brillan flores amarillas, simbolizando la vida y la resistencia en un entorno hostil. Su color vibrante crea un contrapunto visual con los tonos neutros de la piedra.
La composición de la obra guía naturalmente la mirada del espectador desde el primer plano, a través de las rocas, hasta el mar azul oscuro en el fondo. El mar, capturado en movimiento con espuma blanca rompiendo contra la costa, añade dinamismo a la escena y evoca una sensación de movimiento interminable. Los tonos oscuros del agua resaltan la dureza de la naturaleza en contraste con los suaves colores de las rocas.
La paleta de colores es armoniosa, fusionando los tonos cálidos y arenosos de las rocas con los matices fríos y verdeazulados del mar. Las flores amarillas aportan vida a la escena y funcionan como un destacado acento de esperanza. La luz suave de un día nublado suaviza las sombras, creando una atmósfera melancólica y, a la vez, serena.
La obra emana un aura poética y transmite un profundo respeto por la naturaleza. Las flores entre las piedras representan la vida que encuentra su camino incluso en las condiciones más duras. La costa dramática y las olas golpeando las rocas refuerzan la impresión de la fugacidad y el poder de la naturaleza. La imagen evoca en el espectador una sensación de tensión silenciosa y belleza en los contrastes, llevándolo a un momento donde la fragilidad de la vida se encuentra con la dureza y la eternidad de los elementos naturales.