Desde tiempos inmemoriales, recorrían los pueblos de España los llamados «matatoros» o «toreadores», divirtiendo al público (y cobrando por ello) mediante la práctica del toreo a pie de forma más o menos rudimentaria (sorteando o recortando a los toros, dándoles lanzadas o saltos, etc.). Además, estaban los pajes que, como parte de su servicio, ayudaban a los caballeros a lancear o rejonear a caballo, realizando los quites cuando fuera necesario. Con la prohibición de torear a caballo que en 1723 Felipe V impuso a sus cortesanos, los modestos matatoros y los pajes empezaron a torear por su cuenta en las ciudades más importantes y a desatar el entusiasmo del gran público.
Aunque la lidia de toros se practica desde muy antiguo, en la segunda mitad del siglo XVIII se produjeron en España una serie de novedades en su práctica que dio lugar a las corridas de toros en su sentido moderno:
El toreo a pie sustituye al de a caballo.
Los protagonistas ya no son caballeros pertenecientes a clases altas, sino gente del pueblo que se profesionaliza y cobra por su actuación.
Nacen las ganaderías bravas y se comienza a seleccionar los toros para la lidia, frente a la situación anterior de mera espontaneidad.
Se construyen las primeras plazas de toros como edificios permanentes destinados al festejo.
Se escriben las primeras tauromaquias, que fijan la técnica y las normas y van definiendo el arte de torear.